24 julio 2009

Todo el sabor. Sin mordiscos.


Confieso que todo esta barrida de literatura sueca me atrapa, así como lo hace el movimiento vampírico de manera global. Atravieso una fase en que lo cool reside en la masa y no en la casposa distinción que mucho moderno sin talento postula por doquier.
Es así como me enganché a la serie True Blood y de la que espero su tercera temporada como agua de mayo. Las tribulaciones de Sookie y su vampiro Bill Compton me atraen poderosamente y, como en muy pocas ocasiones, me han hecho sentir ese terror adolescente, lo prohibido y lo descarado, las normas conscientemente incumplidas y la inconsciencia adolescente que todo adulto echa de menos y pugna por recuperar.
Además, poco a poco tiene su efecto en los adolescentes. El fenómeno fan ha destado el consumo de libros como la serie de Charline Harris (en la que True Blood se inspira) o Stephenie Meyer con su saga Crepúsculo.
Estos fenómenos literarios trasvasados al cine no son algo aislado y mucho menos novedoso. Podemos centrarnos en los vampiros que, ya a principios de los 90 dio como resultado que estrellones como Brad Pitt o Tom Cruise se reunieran para dar vida a la primera parte de las Crónicas Vampíricas de Anne Rice. Mucho ha llovido desde entonces y las normas de los vampiros han ido evolucionando y reinventandose, cediendo a los bajos instintos que despierta un muerto condenado a vivir hasta la eternidad.
Podemos objetar mucho en contra de la serie y su creador (Alan Ball) que venía precedido por un producto televisivo tan laureado como "A dos metros bajo tierra". Muchas fueron las críticas sobre el creador y la temática de la serie, a punto estuvo de echar el cierre en la primera temporada, pero es imposible que una cabecera como la de la serie no te atraiga, que el despelote constante de Ryan Kwanten te deje indiferente o que el vampiro nórdico interpretado por el despampanante Alex Skarsgard (Eric) no te remueva algo por dentro, o la aparición de una ménade (nueva palabra en mi vocabulario) y, desde luego, que el amor sea desenfocado como una relación entre dos polos que inevitablemente sucumben leyes magnéticas.
¡Qué cabecera tan original!